Un texto sobre mi abuela y la nostalgia
Este que escribo es un texto sobre mi abuela y la “nostalgia”. Entendida la “nostalgia” como algo bello, algo que nunca fue extraño para mí.
Yo siempre supe de nostalgia. Y la conocí mucho tiempo antes de que supiera ponerle nombre. La nostalgia era ver a mi abuela de espaldas, preparándome un café casi todas las tardes de mi adolescencia y saber muy en el fondo, teniendo la absoluta certeza, de que algún día me haría tantísima falta.
Mi abuela fue una mujer muy fuerte. Sobrevivió dos tipos de cáncer distintos y yo lo supe desde muy temprano en mi vida, quizás desde más temprano de lo que es normal para muchos. No hacía falta tener una conversación directamente sobre ese tema, uno entiende ciertas cuestiones a través de las conversaciones propias y ajenas que va acumulando, las conversaciones que nos van revelando detalles que uno desconocía porque ocurrieron antes de que uno naciera, o porque uno estaba demasiado chico para entenderlos.
Entonces no me hizo falta mucho más para entender la fragilidad de la vida. Para saber extrañar las alegrías en el mismo momento en el que se van suscitando. Era un factor que mi abuela me traía a la mente muy constantemente en nuestras charlas, a veces conscientemente y a veces sin intención alguna.
Es fácil entender que todo se acaba, sí. Que la vida y los momentos se escapan rápido. Pero es más fácil entenderlo cuando te lo dice alguien que amas, directa o indirectamente, desde su experiencia. Alguien que estuvo tan cerca, y tantas veces, de llegar al cierre.
Eso modificó todo en mi vida y justo por eso escribo este texto. Porque la nostalgia es el mayor regalo de mi abuela. Y este texto lo veo como un agradecimiento por ese regalo precioso y que fue, a través de su vida, enseñarme a extrañar la vida de las personas que amo. La nostalgia del presente como una forma de abarcarlo con más ganas.
La nostalgia para mí era estar seguro de que mi abuela, con lo mucho que la amaba y sin importar lo mucho que quisiera detenerlo, algún día moriría. Hoy puedo decir que estaba preparado para extrañarla, porque la extrañé toda mi vida.
La mayor parte del tiempo la pude ver con muchísima vitalidad, era casi increíble pensar que el fin de todas las vidas iba ser el mismo para ella, pero ya no había marcha atrás. Ella había estado cerca muchas veces y yo sabía, estaba consciente de eso, que tarde o temprano pasaría.
Esa fue su lección, para ponerla en pocas palabras. Aprendí a extrañar cada instante de la vida de esa persona a la que amaba tantísimo, y eso me hizo valorar cada momento como lo que era: una oportunidad extrañísima de sentir amor por ella.
Mi abuela murió este martes, pero — a pesar de la tristeza — sentí una tranquilidad enorme por haber vivido toda una vida queriendo y apreciando cada detalle como si fuera el último, sin que fuera algo triste, sino una oportunidad de que valiera el triple.
Aprecié sus gestos, le dije que la amaba, supe abrazarla todos los segundos que quise. Le dejé claro una y mil veces pocas personas en el mundo representaban tanto para mí.
Unos siete meses atrás, a mi abuela también le diagnosticaron Alzheimer. Fue un episodio tristísimo para mí, que apenas supe sobrellevar de a poco. Fue la primera vez que se concretaron parte de mis pérdidas con ella y a mi mamá le advirtieron de que pronto dejaría de ser “abuela”, la abuela que conocimos al menor. Sin embargo, tuvimos otras últimas veces, aunque el deterioro de su mente fue cada vez más fuerte.
Hubo días en los que hablábamos con cierta claridad de ideas y otros en los que únicamente nos tomábamos de la mano.
Hacia el final, algún par de veces me sorprendí llorando mientras le tomaba la mano y me apoyaba en su hombro, pero no porque sintiera culpa o lástima alguna, sino porque éramos felices. Incomprensiblemente felices.
Ella me tomaba la mano con fuerza y yo sabía que estaba viviendo un momento más con ella, un recuerdo más, uno de esos episodios perfectos que nunca olvidaría porque estaba consciente del valor que tenía.
A fin de cuentas somos solo eso y así lo aprendí de esa maravillosa señora. Somos un montón de recuerdos que acumulamos, de cuestiones memorables por extraordinarias o por ser ordinariamente bellas, y tener eso claro — me parece — le da un vuelco a todo en la vida.
Yo creo que sería otra persona y que sería la mitad de lo feliz que he sido en mi vida sin tener fiel claridad de esto que les cuento. Por eso lo comparto o lo recuerdo para quien lea. Quisiera que, al igual que me pasó esta semana, incluso aprendan a vivir el dolor de la nostalgia sin arrepentimientos y, sobre todo, como la prueba más sensible posible de que algo — una vida por ejemplo — valió la pena.
Ese mismo sentimiento se me repite muchísimo con las personas que más amo. Para mí un partido de fútbol no es solo un partido de fútbol cuando estoy en el estadio y abrazo a mi papá, mientras celebramos un gol… un almuerzo no es un almuerzo cuando mi mamá dice que cocinó algo solamente porque yo llegaba de visita… y en un montón de otros momentos, ordinarios como esos, o excepcionales, son cosas maravillosas de todos los días.
Pese a cualquier preocupación, soy una persona extremadamente feliz.
Yo creo muy profundamente que uno vive su vida de manera diferente cuando sabe capturar la esencia de los momentos, su autenticidad y su exclusividad. Y esa habilidad yo se la debo a mi abuela.
El martes pasado, mi abuela se fue en paz, aunque no les voy a mentir. Lo he sufrido muchísimo. Mi duelo ha sido intenso. He sentido que se me cierran la garganta y el pecho varias veces. Pero sé que el dolor es justificado por una vida que me marcó tantísimo, que viví con tanto amor, como la de ella. También sé que es un dolor feliz, de ese que uno siente cuando pierde algo que le dio tanto. El dolor que te queda cuando los recuerdos más felices se te hacen irrepetibles y se hace realidad eso de que para construirlos es que vivimos.
Todavía recuerdo con un amor inmenso cuando, en una de las últimas conversaciones que tuvimos, lamentamos que cada vez podíamos vernos menos porque mi trabajo me acaparaba mucho tiempo. No era un reclamo, ni nada por el estilo. “Es lo normal”, me dijo. Y ella, como si supiera el valor de las palabras que me estaba diciendo, porque son las palabras que ahora me resuenan una y otra vez en las noches, únicamente atinó a decirme que a fin de cuentas lo más importante era otra cosa, que “siempre nos recordábamos”.
Y así es. Vivimos para recordarnos con amor. Para hacer que haya valido la pena que nos conozcan y conocer a otros. Para apreciar la compañía del otro como el milagro que realmente es.
Y esto se lo escribo ya directamente a ella, siempre recordaré los momentos que, muy conscientemente, hicimos en 25 años irrepetibles.
Hoy no firma Josué,
hoy firma Davidcito.
Me perdonan los yerros de escritura.
“Uno tiene su vida. Buena, mala, la que tiene. La viene usando desde que nació. La cuida. Se preocupa por conservarla, por ir poniéndole cosas. Todo lo que a uno le pasa, todo lo que aprende lo introduce en esa vidita que tiene. Uno no piensa en lo frágil que es. O sí, pero a veces. Tampoco uno se puede pasar la vida pensando en lo frágil que es esa vida, porque la angustia sería perpetua. Insoportable.
Y con la vidita de la gente que uno quiere pasa lo mismo. Con los hijos, por ejemplo. O con la mujer. Pensar que la gente que uno quiere , la gente que uno necesita es, entre otras cosas, cinco litros de sangre que van y vienen, fluidos y neuronas, todo en un equilibrio que se puede romper así de fácil. Tantas cosas que tienen que funcionar bien, o muy bien, o más o menos bien, para que la vida siga”.
— Eduardo Sacheri, La Noche de la Usina