Un año como un partido de fútbol
Este texto es mi resumen de 2019, pero también es solo uno de mil escritos que podría hacer con mis analogías del portero que siempre (y nunca) fui.
Desde muy chico siempre me gustó atajar. Era el portero de los equipos de mis amigos desde la escuela y me resultaba una posición más que conveniente, tomando en cuenta que siempre es uno de cada once chiquillos al que le gusta recibir balonazos. Es como si la aritmética resultara siempre perfecta. Una ley natural del fútbol, supongo.
De atajar uno aprende mucho. Yo, por ejemplo, aprendí que los goles siempre te los meten y que a veces son culpa tuya, a veces de otros y a veces de nadie, pero que eso tampoco importa demasiado. Que a veces estabas distraído pensando en Dios sabe qué cosa, pero que a veces solo te meten un balonazo por la escuadra y que solo te queda recrear una y otra vez la jugada hasta entender que no podías hacer otra cosa (y que tampoco te sirve de mucho pensarlo).
Y es así como aprendés que en esos casos solo podés tragar grueso, pegarle un par de veces al piso, levantarte como si nada y mirar cuántos minutos te quedan para sacar la pelota de nuevo (ya sea para terminar de perder, para descontar o para hacer tiempo y retener la ventaja, según convenga en cada escenario).
Y eso es todo. No hay mayor ciencia en los goles. Solo te caen y listo.
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Así fue para mí este 2019. Sentí que dominaba el partido con un 1–0 precioso al minuto 60', bailando al rival y me clavaron un golazo justo en ese momento. Por ahí de agosto vi como me abombaban la red con uno de esos tiros fulminantes que uno ni pudo ver pasar bien. Y no fue un golazo que pude haber evitado, fue un golazo de esos que te clavan porque te los clavan y no podés hacer nada. Y entonces tuve que empezar de cero, ya bastante cansado.
Yo sé que mi vida no debería (y que nunca debió) centrarse tantísimo en mi trabajo, pero yo me sentía bárbaro y, de un pronto a otro, ya no era lo mismo. Me sentí vencido como se siente uno con un gol. Mi vida laboral se desestabilizó de un pronto a otro, y ya no me sentía feliz, y entonces me sentí como si estuviera atajando de nuevo, observando como la pelotita se me clavaba en un ángulo sin que yo pudiera hacer nada más que analizar mi siguiente paso, todavía un poco perplejo por la sorpresa.
Yo sentí ese ‘empate’ como un mal augurio. Como una injusticia para ser más exactos. Y también debo aceptar que me abatió la inseguridad. Me sentí huérfano, como se siente cualquier portero al que acaban de clavarle un golazo y se levanta, y ve las caras de desconcierto de los suyos, la confusión propia y la constatación de que sí, de que no pudiste hacer nada.
Y ni hablar de la horfandad con la que se siente un empate que además sentís inmerecido. De esos que no te esperabas, después de un dominio completo.
Un gol así te pone a dudar. Y yo dudé. Y lo sufrí bastante. Poniendo cara de que no, como te enseñan de chico.
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Pero algo bonito que aprendés de atajar es la importancia de resistir. La importancia de pensar hacia adelante y de ver que el riesgo más grande, en cualquier circunstancia, siempre es arrugarse y tirarse al piso. Que si se te nota mucho el susto te van a tirar de todas partes y que tus compañeros se van a poner igual de nerviosos. Que mucho de lo que te pasa en la cancha depende de la cara que le pongás a las cosas. Y así aprendés a no cambiar la mentalidad cuando te meten un gol. Aprendés que esa es precisamente la trampa.
Y empezás a entender que los goles que te meten son accidentes y que, una vez adentro, ya no podés hacer nada al respecto. Por tu salud aprendés que pensar en eso no tiene sentido. Lo sabés porque las primeras diez o veinte veces que te metieron un gol los lloraste como si no fueras a jugar más partidos y un día te diste cuenta que cada domingo hay un nuevo partido, y que ganar o perder no te borró, ni te quitó lo bonito de cada experiencia. Por el contrario, te aleccionó de alguna forma.
Y luego seguís aprendiendo y notás que lo único que tenés en tus manos es el siguiente manotazo y que los goles de cada partido son todos iguales, son así, sencillamente imprevistos.
Parte de crecer para mí fue eso. Entender que los goles que ya te metieron ya es imposible sacarlos y que, más importante que eso, siempre es más fácil que te metan el segundo si te quedás pensando el primero.
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Entonces toca que recuperar la confianza. Y me costó mucho, lo debo admitir. Muchas conversaciones. Entrevistas. Charlillas pasajeras. Textos no publicados. Pero especialmente busqué rodearme de la gente que más quería, como cuando llamás a tu defensa y les decís que nada pasó realmente (al menos nada que pudiese haberse evitado), que hay que seguir, que ni son mejores, ni peores que antes; en parte para convencerlos a ellos y en parte para convencerte a vos mismo. Y ese proceso siempre me resulta maravilloso, porque es ahí cuando buscás cómo sanarte y te entregás más a fondo. Incluso cuando estás más cansado.
Y en mi vida esa charlilla fueron cenas, cafés, reuniones y tiempo libre. Fue un par de semanas de octubre. Y solo así pude llegar al minuto 70', lleno de una rabia tremenda y de una nueva (pero siempre frágil) seguridad que estaba radicada nada más que en mi equipo (yo incluido). Me sentí acuerpado de nuevo. Y a partir de ese momento sentí como cuando volvés a notar que tu equipos es mejor que ese gol recibido, que superás al rival y que — aunque era más cómodo seguir ganando — quizás todos necesitan recibir ese gol para volver a engrasarse y jugar más bonito.
Las reuniones con mis amigos me hicieron sentir un ambiente más cálido y empecé a apreciar cada vez con más optimismo lo que tenía de frente. Una vida igual en lo básico, pero distinta en lo importante. Y, laboralmente, empezaron a llegar preguntas y mensajes que me halagaban.
Así terminé el año con un trabajo temporal que disfruté más que nunca y que fue parte de mi alivio, de mi recuperación de ese gol inexplicable que, por unos días, me hizo caer en la mayor desmotivación que recuerde en muchos años. Hasta que llegamos al minuto 80'. Lancé algunos manotazos, rechacé algunas ofensivas y me fui curando de mis inseguridades de nuevo. Y vi a mi equipo aplicarse a fondo, darme palmaditas en la espalda cuando más las necesitaba.
Entonces fue que llegaron los últimos diez minutos. Llegué a noviembre consciente de que siempre los partidos cerrados van siendo iguales. Que siempre te pueden meter otro gol en cualquier momento, pero que lo importante es sentirse seguro y confiar en que el gol será tuyo, aunque todo sea siempre tan impredecible.
Incluso cuando lo que tenés es un bendito empate y esa sensación de que estás mitad feliz porque no se concretaron tus miedos, pero también mitad inconforme porque no marcaste todavía de nuevo.
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Y ahora, con todo ese trajín detrás de uno, es cuando llegan los últimos cinco. Y me siento un poco así. Con ganas de meter el gol de la victoria, pero consciente y agradecido de que logré mantener el empate, porque me costó mucho también. Sintiendo que jugué bonito, pero que me metieron un golazo y que eso modificó el juego.
Y, justo cuando ya iba a terminar el año, me hacen una oferta muy bonita y la acepto. Y es como si fuera un penal a favor de los míos. Y veo que me toca patearlo y quiero patearlo como los pateaban Rogerio Ceni o José Luis Chilavert, porque ahora me siento más confiado de que mi equipo es fuerte, que me quieren ver meter ese gol como si fuera pateado por ellos y que, con todo y mis dudas, me siento más fuerte que en el minuto 60'.
Y me siento más fuerte mentalmente y con más experiencia. Porque un portero que sabe aguantar partidos cerrados no es un portero cualquiera.
Y sí. Tengo la oportunidad de sentir que lo gano de nuevo. Y entiendo, como entienden todos los porteros, que la victoria siempre es una cosa propia y del equipo, pero que también es circunstancial a cuotas iguales (y que nunca será distinto). Y que solo me queda esperar que pase lo mejor posible, sin recriminarle nada a nadie, porque tampoco sirve de nada.
Y voy feliz de poder patear otro penal. Así me toque ganar o perder el partido (porque, a fin de cuentas, solo es otro partido).
Josué.