«Debí de haber quedado como un verdadero idiota»
San José, Costa Rica. 18 de abril de 2020. Quinta semana de encierro.
Desde chico siempre me enseñaron a ser precavido.
Aunque no me gustara del todo esa visión del futuro como una amenaza, sí me sirvió como una forma de minimizar los riesgos y de evitarme los insomnios que pueden evitarse. Entre otras consecuencias, aprendí a no tomar decisiones acaloradas, a meditar muy bien lo que digo (y cómo lo digo) y a rescatar al menos un 10% de mis ingresos como parte de mis ahorros, como recomiendan todos los economistas.
Son tablillas que me fui poniendo con el tiempo, no se crean que uno nace aprendido. Al igual que los raspones le enseñan a uno a correr menos (o a correr con el calzado correcto), las alteraciones de “lo esperado” enseñan a ir esperando resultados distintos, y así uno va aprendiendo a tomarse las cosas con calma, a ponderar lo que puede y lo no puede pasar, y a actuar conforme a los distintos resultados de esa balanza, sin mayor aspaviento.
La precaución, eso sí, fue un valor heredado. Vengo de una familia que siempre pensó en la vida como una confluencia de eventualidades que no siempre tienen que ser jodidas, pero que muchas veces (o pocas si uno tiene la cautela recomendada) pueden serlo.
Quizás lo de mi familia, ese amor por la precaución, empezó con la muerte prematura de mi abuelo materno, que era el motor económico de ese hogar que todavía no era mío y que todavía no conocía, pero yo nunca sabré si fue solo por eso. Como todos los comportamientos adquiridos, supongo, se construyó de esa situación y de muchísimas otras, como siempre, en esa maraña de experiencias que resultan en aprendizajes.
El caso es que todo eso, lo que quiera que haya sido, me hizo caminar de puntillas con todo.
Si me conocen, saben que soy un tipo que analiza muchísimo todos sus pasos, que me pienso muchísimo todo y que me cuesta lo mismo tomar una decisión académica o de trabajo que dar un primer beso o pasar mis ahorros a dólares.
Y entonces escribo este texto porque, a pesar de estar programado para pensar que todo siempre puede salir mal, nunca me planteé la llegada de una pandemia, ni concebí la llegada de un virus que podía joderme— y joderme de tantas maneras distintas.
Que sí. Que ahora me preocupa no verme con mis amigos (por la pandemia)… que ahora me preocupa no verme con mi familia (por la pandemia)… que ahora me preocupa mi salud mental (por la pandemia)… que ahora me preocupa mi trabajo (por la pandemia)… que ahora me preocupa no salir a cenar con aquella tipita (por la pandemia)... Pero es que nunca me preparé para esto. Me tomó completamente desprevenido. Nunca me prepararon para una maldita pandemia.
Supongo que si me lo hubieran advertido jamás se me habría ocurrido entablar relaciones sociales, salir a espacios abarrotados (como mis infaltables salidas al estadio) o que jamás — por supuesto que jamás — me habría permitido creerme esas estabilidades que uno da por sentadas, desde que los amigos se resfrían y que un estornudo es cualquier cosa, hasta que existe mi salario y que está claro que lo mantengo.
Por supuesto que tampoco habría andado dando besos, abrazos, ni nada por el estilo. Mi percepción del riesgo — parece ahora— era bastante más reducida de lo que debió serlo.
Menudo ingenuo… debí de haber quedado como un idiota.
Como si nunca me hubieran advertido que todo siempre, por mandato divino, podría estropearse de alguna manera, en cualquier momento o por cualquier causa.
Como si tampoco me hubieran dicho que todas esas “causas” — aunque inicialmente parezcan novedosas — suelen ser más grandes y notorias que ese montón de robles gigantescos que ahora veo, todos los días, en el parquecito al que da mi ventana, cuando maniobro de página en página, y de archivo en archivo, mientras busco cualquier distracción o consuelo en mi computadora (lo que quiera que llegue primero).
Y peor aún. Escribiendo esto noto que ni siquiera estoy encajando la culpa, sino que la desplazo. «Nunca me prepararon para una maldita pandemia».
Tras de ingenuo, acomodado.
Como si no hubiera sido siempre obvio que “una maldita pandemia” podía llegar en cualquier momento.
¡Debí de quedar como un idiota!
Tantas veces que leí sobre la Peste Negra o el Cólera y ahora estoy aquí, lamentándome por una de esas enfermedades que no existen y que un día llegan, y que empiezan a existir, y que nadie sabe cómo atenderlas. Esas situaciones irrazonables que siempre han sido parte de nuestra historia.
¿Cómo me atreví a salir a tomarme unas cervezas con mis amigos?, ¿cómo acepté mi trabajo sabiendo que la economía es así de debilucha?, ¿cómo me atreví a besar a aquella tipita a la que venía besando?
Como si no fuera obvio que todo — absolutamente todo — era un acto suicida.
Lo que me ha robado la pandemia es todo eso. Un montón de certezas.
Y supongo que sí, que debí de haber quedado como un verdadero imbécil.
Josué Alfaro.
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Este texto no tiene sentidos que no sean única y estrictamente literarios. Solo quería escribir un texto porque escribir me hace sentir mejor. Y lo comparto solo porque quiero. Es una exageración y listo. Nada más.
PD. Si se sienten aburridos, tienen mi contacto. Todos estamos igual. Un abrazo.